Tenía muchas expectativas con este libro, todos hablaban maravillas de él y cuando mi madre me lo prestó —gracias, mamá— tuve que hacer un esfuerzo por no saltarme mi planning de lectura (sí, planifico lo que voy a leer en cuanto tengo más de una novela pendiente, soy asín, si no lo hago, mariposeo y me pongo nerviosa) y tirarme directamente a por él. Y quizá sean esas expectativas las que han hecho que la novela me haya dejado un poco fría.
Mi madre también me dio su opinión antes de dejármela. Si se alarga en las explicaciones, es que le ha gustado mucho, si no, suele soltar un «me ha gustado» o un «no está mal», pocas veces le he escuchado decir: «menudo tostón». ¿Y qué me dijo sobre Cómo vender una casa encantada?: «no está mal». Ahí tenía que haber bajado el nivel, pero no lo hice.
¿De qué va? (Os dejo la sinopsis abajo). Louise pierde a sus padres en un accidente y tiene que volver a su casa y reencontrarse con su hermano, con el que se lleva francamente mal, y con los recuerdos de su infancia en una familia bastante peculiar. Su madre era titiritera, pero no una titiritera cualquiera: representaba espectáculos religiosos y, ojo, se adaptaba a cualquier confesión conocida, Nancy Joyner ha sido titiritera residente en la Universidad Nazarena de Olivet ¡y animará tus homilías y catequesis con su Escuadrón Divino!
A lo mejor esto es muy común en Estados Unidos, pero a mí me pareció una cosa tan ajena que no podía quitarme de encima la sensación de extrañeza e irrealidad durante la lectura, pero, en fin, eso es cosa mía, que estoy poco viajada.
El caso es que la mujer estaba obsesionada con los títeres y los muñecos, no solo por su trabajo, y tenía la casa abarrotada de ellos hasta niveles inimaginables. Nancy tenía especial predilección por uno de ellos: Pupkin, que será el que se la líe parda a Louise y a su hermano a la hora de vender la casa y de mantenerse vivos, en general.
Los muñecos suelen dar mucho yuyu, y las casas encantadas también, así que ya tenemos dos elementos para generar miedito, miedo a lo Grady Hendrix. Un miedo unido al humor y al esperpento (yo no he pasado miedo leyendo esta novela, pero tampoco lo esperaba), un miedo entretenido y en ocasiones estirado —el enfrentamiento final se me hizo larguísimo, como en esas películas en los que los protagonistas se tiran quince minutos dándose puñetazos o persiguiéndose y no ves el final— pero muy muy bien escrito, con giros inesperados y mucho sentimiento.
Sentimiento: Louise es hija, madre, hermana, sobrina… y en esta novela todo gira alrededor de la familia, de sus relaciones, de sus encuentros y desencuentros, de la pérdida, del amor, todo, incluido el misterio que rodea a Pupkin.
Giros inesperados: es Louise quien nos cuenta la historia y, por supuesto, lo hace desde su perspectiva, así que no es del todo fiable. Ahí Hendrix es la leche, un maestro, te enreda, hace que llegues a odiar a un personaje (por ejemplo, al hermano de Louise o al mismísimo Pupkin) para luego darle la vuelta a la tortilla y… me callo la boca.
Otro superventas que ha caído en mis manos y otro superventas que he disfrutado, pero sin volverme loca.
Me gusta cómo escribe Hendrix, ¿leeré más novelas suyas? Pues depende de mi madre.
Cuando Louise se entera de que sus padres han muerto, teme volver a casa. No quiere dejar a su pequeña con su ex y volar a Charleston. No quiere enfrentarse al domicilio familiar, donde se amontonan los restos de la vida académica de su padre y de la constante obsesión de su madre por los títeres y los muñecos. No quiere aprender a vivir sin las dos personas que mejor la han conocido y más la han querido del mundo entero.
Sobre todo, no quiere tener que lidiar con su hermano, Mark, que nunca ha salido de Charleston, es incapaz de conservar un empleo y no lleva bien el éxito de Louise. Por desgracia, ella lo necesita, porque, para vender esa casa, va a hacer falta algo más que una manita de pintura y retirar los recuerdos de toda una vida. Pero hay casas que no se dejan vender, y la de Louise y Mark tiene otros planes para ellos dos…