Buenas tardes a todos. Muchas gracias, Primitivo, por estar aquí esta tarde y por tus palabras de presentación.
En efecto, Rosa y yo somos primas, pero debo decir que la literatura nos está proporcionando un encuentro más allá del vínculo familiar. Coincidimos también en la carrera universitaria, que ella emprendió cuando yo ya la había terminado y un poco por casualidad. Porque para Rosa, no es ningún secreto, la Filología Hispánica no fue, ni mucho menos, su primera vocación. Y, sin embargo, la vida tiene estas cosas: la literatura ha conseguido un hueco importante en su vida y aquí estamos, presentando su primera novela.
Tuve conocimiento de que Rosa había emprendido esta aventura a través de mi hermano, que ya había tenido acceso al original. Y es que los primeros lectores de un autor novel siempre son sus allegados, los amigos y familiares. Con mucha curiosidad, le pedí que me lo enviara, lo hizo sin tardar y, como era verano y estaba de vacaciones, pude lanzarme a su lectura sin esperas ni cortapisas.
Debo decir que me enganchó desde el minuto uno. Dejando a parte que sea más o menos aficionada a las historias de fantasmas, la novela me interesó, sobre todo, por su discurso narrativo, desgranado por esa voz en primera persona que va contando su sorpresa e incredulidad primero, y su preocupación y miedo, después. Es una madre que intuye que su hija puede estar en peligro y no duda en mirarlo de frente, aun sin entender nada, para salvarla. Pero la forma de contarlo es amable, incluso yo diría que, en muchas ocasiones, divertida. Y es que esa voz se expresa con ironía, con humor, para contarnos hechos de lo más cotidiano.
Porque no es solo una historia de fantasmas: junto a la trama principal, presidida por la extraña actitud de un bebé, Minerva, que se queda fijamente mirando a un rincón de su dormitorio, encontramos episodios totalmente cotidianos y familiares: una hija que se lleva mal con su padre, con una serie de malentendidos y secretos de por medio, una trama de corrupción empresarial, una pandilla de amigos que siguen siéndolo aunque ya hayan dejado atrás la adolescencia, el amor hacia los animales, en general, y hacia los gatos, en particular, el mundo infantil, con sus gracias, juguetes y balbuceos (aquí debo subrayar que Rosa es una maestra describiendo a Minerva, la pequeña protagonista, porque nos trasporta a ese estado de inocencia donde todo es posible y porque se trasluce, sin lugar a dudas, que le gustan los niños pequeños, que disfruta muchísimo con ellos); también encontramos el amor incondicional de la familia y hacia la familia, la incomprensión ante lo diferente, bien por una orientación sexual distinta, bien por un carácter que no encaja en el grupo… Ya ven, en esta novela hay mucho más que fantasmas. Está también el mundo de lo onírico como manifestación del subconsciente, todo lo que nuestra parte racional no nos deja entrever, pero que está ahí, y a la cual hay que atender cuando salta como una chispa a través de la intuición. Todo esto que aprende, en un continuo sobresalto, la mamá de Minerva.
Pero me van a permitir que, entre todos estos temas y personajes me quede con uno, Mario, el papá de Minerva, marido de la narradora, y profesor de instituto, concretamente de Historia. Y me quedo con él porque Rosa ha querido que sea un profesional de la enseñanza, absolutamente vocacional, que no puede volver la mirada hacia otro lado cuando ve que uno de sus alumnos está sufriendo y que es una víctima del bulling. Sobre Mario la innominada narradora nos dice que le gusta tratar con adolescentes «sobrio y sin anestesia de por medio». Y me parece una definición divertida y exacta, al mismo tiempo, de nuestro quehacer diario, que, además, pasa totalmente desapercibido. No quisiera mostrarme corporativista, o sí, voy a mostrarme corporativista, porque en unos tiempos tan difíciles como estos, nosotros, maestros y profesores, estamos haciendo que la educación continúe, que los centros escolares sean lugares seguros para nuestros adolescentes y niños, y lo estamos haciendo solos, ignorados por la sociedad y ninguneados por las administraciones. Tal vez por eso me gusta Mario, porque es un reflejo de tantos y tantos compañeros que están haciendo de este mundo un lugar más habitable para adolescentes tristes y desorientados como el Jacobo de nuestra historia.
Como ven, vuelvo a insistir, en La habitación de Minerva hay mucho más que fantasmas. Está también el recuerdo de un tiempo que a mí todavía se me antoja reciente, pero que, en realidad, está muy lejano, detenido ya en el limbo de lo mitológico: el año 92, el de la Expo, el de las Olimpiadas de Barcelona. Es el momento en que la voz en primera persona desaparece de la narración, y es sustituida por otra que, desde fuera de la historia, nos cuenta unos hechos que la narradora desconoce. Esto nos permite a los lectores jugar a los detectives, hacer cábalas sobre lo que ocurrió en el pasado de la familia Santobeña y no dejar de leer hasta que las dos tramas coincidan en un desenlace que sí, cierra esta historia, pero deja la puerta abierta a otra que se cuela irremediablemente en nuestra imaginación y nos hace desear conocer más sobre el futuro de la pequeña Minerva.
Como se imaginarán, la galería de personajes que desfilan por las páginas de nuestra novela es amplia, y por todos vamos a sentir simpatía, incluso por los que no la merecen. Y es que la mirada de la autora no juzga, más bien desciende al mismo nivel que sus personajes, es una mirada llena de empatía y comprensión. Por eso, el narrador desaparece con frecuencia para dar paso a diálogos vivos, ágiles, que dicen mucho sobre los personajes que los pronuncian. Además, esa voz, bien en primera persona, o bien desde la tercera, se muestra como un demiurgo que conoce el interior de los personajes, y sabe cómo contarnos la historia desde sus distintas perspectivas.
Así, no hay una respuesta simple ni única para la descreída y racional mamá de Minerva. Como en la vida real. Por eso los fantasmas y espíritus que vuelven del más allá son un tema tan productivo en la literatura: nos enfrentan con esa parte emocional, que queda fuera del control de nuestro raciocinio, para ofrecernos unas respuestas que no dudamos en aceptar, porque, no lo olvidemos, la literatura es, solamente, un juego, y «la más hermosa y sincera de las mentiras».
Sigan mi consejo y lean La habitación de Minerva. Y antes, después o durante, los relatos creados alrededor de su universo. Les van a hacer disfrutar, y eso, en los tiempos que corren, es impagable.
Marisa Garrido Lemus