He visto un muerto

«He visto un muerto».
«¿Lo has visto o has soñado con él?».
«Lo he visto».
«¿Estás seguro? Piénsalo bien. Anoche bebiste mucho…

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«He visto un muerto».

«¿Lo has visto o has soñado con él?».

«Lo he visto».

«¿Estás seguro? Piénsalo bien. Anoche bebiste mucho, quizás estés confundido».

«No, estoy seguro».

«Pues ya sabes: o estás loco o estás a punto de morir. Recuerda lo que decía tu niñera, que los adultos solo ven a los muertos cuando duermen, cuando pierden la razón o cuando se encuentran a un paso de la muerte, porque nadie se cree lo que pasa en las pesadillas o lo que dicen los tarados o los moribundos».

«Bueno, la yaya Marcia decía muchas cosas».

«Sí, y casi todas eran verdad».

«Yo no estoy loco».

«Pues entonces es que vas a morir».

«¡Mierda! No quiero morir. No estoy preparado. Me quedan muchas cosas por hacer».

«Quédate en casa: quien quita la ocasión quita el peligro».

«Pero no puedo permanecer encerrado para siempre».

«Es posible que en algún momento el muerto desaparezca; esa será la señal de que el riesgo ha pasado».

«Era papá… De todos los muertos que se me podían aparecer ha tenido que ser él».

«Al menos es alguien cercano. No debe de ser muy agradable encontrarte en el salón de tu casa con el cadáver de un desconocido. Levántate ya. ¿Piensas pasarte todo el día en la cama?».

«No tengo mucho más que hacer ante la perspectiva que se me presenta».

«Al menos desayuna».

«¿Qué tal unas tostadas?».

«No queda pan de molde, te lo acabaste ayer. Mejor unas galletas».

«Sí, galletas, aunque me voy a poner como una foca».

«Da igual, vas a morir».

«No vuelvas a repetir eso. Quizás esté loco».

«Desde luego, estos diálogos interiores que te traes no son de estar muy cuerdo».

«Tonterías, mucha gente habla consigo misma en su cabeza y no está chalada. Distinto sería que lo hiciera en voz alta. No tengo a nadie con quien conversar, es casi un ejercicio de salud mental. Además, únicamente lo hago al despertar y es solo para ordenar mis ideas: me ayuda a ver las cosas con más claridad».

«También lo haces en la oficina, y en otros sitios, lo que pasa es que no te das cuenta. Y, cuando bebes, es espectacular».

«No estoy loco. Solo me siento un poco solo. E insisto: lo hace mucha gente».

«Más te valdría estar como una puñetera cabra, así al menos sabrías que no vas a morir; además, los locos no saben que están locos».

«Se acabó la conversación. Me voy a desayunar. Con la barriga llena se piensa mejor».

Álex se levantó, se puso las zapatillas de estar en casa, la bata, hizo pis y entró en el salón.

—Buenos días, papá.

Su padre, sentado en el sillón en calzoncillos, miraba la tele apagada. Todo su cuerpo estaba inflamado, su cara parecía un castillo hinchable: los ojos eran dos rajas apenas abiertas y tenía los labios como los de Tina Turner con una sobredosis de bótox. Su padre había muerto de un choque anafiláctico.

«No te molestes, no te va a contestar».

«Lo sé: los muertos no hablan».

«A lo mejor tienen conversaciones consigo mismos en su mente, como tú. ¿Diálogos o monólogos? ¿Tú qué opinas? Los monólogos son más de muerto, ¿no?».

«¿No puedes dejar de hacer eso?».

«No, sabes que no. Es imposible controlarlo, tu cerebro va por su cuenta. Piensa en una canción. Vamos, piensa. Una canción, una canción…».

Álex tarareó la primera que se le vino a la mente. Si lo hacía en voz alta conseguía apagar sus pensamientos. Sabía que abusaba de esa manera de ordenar sus reflexiones y su vida en general. Cada mañana revisaba así las tareas de la jornada y llevaba al paredón los pensamientos negativos, los acribillaba a base de contraargumentos y los fusilaba al amanecer. De ese modo, comenzaba el día con un plan perfectamente trazado y libre de sentimientos y juicios tóxicos.

El café estaba muy caliente. Cocina y salón ocupaban el mismo espacio, de manera que, mientras soplaba dentro de la taza, podía ver a su padre repantigado en el sillón.

—Papá, al menos hazme una señal. ¿Estás aquí porque voy a morir?

Su padre levantó el brazo como si estuviera cambiando de canal. Posiblemente había puesto los deportes; murió viendo el fútbol mientras Álex se tomaba unas cervezas en el pub de enfrente. Cuando volvió a las seis de la mañana, borracho como una cuba, se lo encontró con la teletienda puesta. Como pudo, llamó al 112, aunque su padre ya no respiraba.

«Se tomó esos medicamentos a propósito. No cabe duda».

Esa conversación ya la había tenido muchas veces consigo mismo. Le había dado vueltas y más vueltas al asunto, intentando convencerse de que su padre no se había suicidado. Era la última persona que le quedaba en el mundo y tuvo que irse solo, y de esa manera tan poco agradable y educada por su parte. Lo reconcomía la culpa, por eso bebía tanto. Si hubiera estado con él aquella noche, su padre todavía estaría vivo.

«No te engañes. Lo habría hecho de todos modos. Te habrías ido a trabajar y, a la vuelta, sorpresa: tienes una colchoneta hinchable viendo la tele en tu salón. Por cierto, llama al trabajo para avisar de que no vas».

Álex telefoneó a la oficina y dejó un mensaje diciendo que estaba enfermo y que no sabía cuánto tiempo iba a faltar. Después, se sentó en el sofá y encendió la tele.

—¿Te importa, papá? No, ¿verdad? ¿Te apetece ver el telediario?

Fue engullendo las galletas una tras otra hasta comerse seis. Cuando terminó, no quedaba café en la taza: se lo habían bebido las galletas.

«Tomaré un poco más de café».

«Te va a subir la tensión».

«¿No habíamos quedado en que me voy a morir? ¡Qué más da mi tensión ahora!».

«Veamos, piensa un poco. Contempla la posibilidad de que en realidad estés loco. Llama a tu psiquiatra y pide cita. Seguro que se alegra de verte. Y además estaba muy buena… Tenía unas tetas tan apetitosas… Te encantaba ver cómo se bamboleaban por encima de su escote, te entraban ganas de darle un mordisquito a cada una».

«¡No seas cerdo, hombre! Es mi doctora, una profesional, no un cacho de carne. Me ayudó a superar la muerte de papá y a volver a tener una vida normal».

«Ya, ya, pero estaba muy buena. Anda, llámala y que te revise la sesera de nuevo, y los bajos de paso…».

«Eres un guarro».

Buscó en el móvil el número de la consulta de la psiquiatra. Le había dado el alta hacía dos años por lo menos, pero aun así lo encontró en la agenda: no lo había borrado. Nadie cogió el teléfono, así que dejó un mensaje exponiendo sus inquietudes y solicitando una cita (médica, que no sexual). Por último, le pidió a la doctora que lo llamara cuanto antes.

—Me voy a duchar —le dijo a su padre—. Vuelvo en seguida.

La ducha también lo ayudaría a pensar con claridad.

«Puede ser peligroso, un resbalón y mueres desnucado».

«Por las mismas, debería quedarme sentado en el sofá sin hacer nada. En realidad, no tendría ni que haber desayunado: las galletas son muy traidoras».

«¡Mierda, es cierto! No se me había ocurrido: el atragantamiento es la tercera causa de muerte no natural en este país».

Cuando terminó de ducharse, se vistió y volvió al salón con su padre. Por ahora, seguía vivo; había hecho dos cosas potencialmente peligrosas y no había muerto. Pero la idea de pasarse días o quizás semanas encerrado en casa, esperando a la muerte, estaba empezando a hacérsele insufrible.

Llegó la noche y, con ella, los pensamientos oscuros. Se paseaba por la sala como un animal enjaulado; ya ni siquiera reparaba en la presencia de su padre.

«No lo vas a soportar. Si has de morir, casi es mejor que sea cuanto antes. Sal a tomarte una copa. Solo tienes que cruzar la calle. Si no mueres, al menos te relajarás un poco».

«No me parece buena idea provocar al destino».

«Estás que te subes por las paredes. No aguantarás».

«Sí que aguantaré».

«No, no lo harás. Solo llevas un día y mírate: pareces un drogata con el mono. Lo que te estás haciendo es inhumano».

«Me tomaré la copa aquí. ¡Y se acabó el diálogo interior!».

La ginebra con tónica lo reconfortó. Contó las botellas de alcohol y las latas de refresco que le quedaban: suficientes para un mes. La comida era lo de menos, pero de todos modos comprobó que la despensa contenía suficientes alimentos en conserva.

—A tu salud, papá. ¿Quieres una? Mira que es aburrido estar muerto.

Su otro yo no tardó en responderle, no podía morderse la lengua:

«Así vas a estar tú en breve. Y no lo interrumpas, ¿no ves que está concentrado discutiendo consigo mismo sobre la naturaleza de la esencia humana? Mira cómo achina los ojos, eso es que está inmerso en una reflexión filosófica transcendental, porque no creo que los muertos tengan ganas de cagar…».

«Cállate ya».

«No me da la gana».

«Empiezo a pensar que, si no estoy loco, lo voy a estar muy pronto. Veamos: hace dos años necesité tratamiento psiquiátrico, es posible que esté teniendo una recaída».

«Buen argumento. Lo de que hables solo, por mucho que digas que lo hace mucha gente, también es indicador de cierta locura».

«Lo sería si no admitiese que la persona con la que hablo soy yo. No oigo voces ajenas diciéndome lo que tengo que hacer o cosas por el estilo, simplemente mantengo en mi mente conversaciones totalmente racionales conmigo mismo».

«¿Y qué me dices de ver a tu padre muerto?».

«Lo veo porque voy a morir. O puede que la teoría de la yaya tuviera una segunda parte por desarrollar: el mundo de los muertos es un gran desconocido».

«Sí, claro, tendremos que esperar a que la doctoranda Marcia Maria Rocha da Silva acabe su tesis sobre “El más allá y sus interrelaciones sensoriales con el más acá desde un punto de vista no empírico y totalmente irracional” para saber lo que te pasa. En serio, ¿no te das cuenta de que lo más probable es que estés loco?».

Necesitaba otra copa, la quinta, y esta bien cargada. Mientras se echaba la tónica, se dio cuenta de que su padre ya no estaba en el sillón. Lo embargó una sensación de alivio indescriptible. El piso era muy pequeño, prácticamente abarcaba con la mirada todas las estancias que lo componían. Brincando de alegría, y renqueando a causa de la borrachera, se dirigió al baño: tenía que desalojar líquidos y dejar hueco para el reabastecimiento: había que celebrarlo. Eran las tres de la mañana, solo había pasado veinte horas de suplicio. No estaba tan mal.

Pero, cuando abrió la puerta, allí estaba su padre, de pie frente a la taza del váter. Se le veía la raja del culo por encima de los calzoncillos e, inmediatamente, Álex se acordó del escote de su doctora.

«¡Anda, pillín! Luego dices de mí. Relacionar el trasero de tu padre con los pechos de tu psiquiatra sí que es retorcido».

«La voy a llamar de nuevo… Me dio el alta, pero quizás fuese un error».

«Son las tres de la madrugada y has bebido demasiado».

«Da igual, si encuentrooo…, si encuentro el número de su móvil, me atenderá: es una emergencia».

Al salir del baño tropezó con sus propios pies y se quedó tendido sobre la tarima. El techo del recibidor daba vueltas sobre su cabeza y de repente apareció una multitud de chispitas bailoteando ante sus ojos. Fundido a negro.

«Menudo dolor de cabeza…».

Álex se incorporó con dificultad. Para su alivio, la copa estaba intacta. Había conseguido perder el conocimiento sin derramar ni una sola gota: justo antes de que las chispitas anunciasen el desmayo, había dejado el vaso en el suelo. Todavía sentado, le dio un largo trago al cubata. Luego, se levantó y entró en el salón. Su padre seguía viendo la tele. Lo saludó y se sentó a su lado.

«No estoy lo suficientemente borracho».

«Sí que lo estás».

«No, no lo estoy…, todavía puedo superarme».

«Mañana te va a doler la cabeza a rabiar».

«Ya me duele y ya es mañana. Son casi las cinco. ¡Y mi padre sigue aquí! Ya no aguanto más… ¡Tengo que estar loco! Voy a llamar a la doctora».

«No son horas de llamar a nadie…».

«Me da igual. Necesito que me diga… que me diga que estoy loco».

«Lo que estás es pedo. No puedes ni andar, dudo… dudo que puedas ni hablar. Acuéstate y cuando despiertes lo vemos».

«¡No!».

Álex tiró el vaso al suelo y comenzó a llorar. Después, el llanto se convirtió en risa.

—Definitivamente, estoy loco.

Y de pronto se sintió liberado. La lógica de los borrachos le había mostrado la verdad: estaba como una regadera. No iba a morir. Simplemente se le había aflojado algún tornillo de nuevo, la doctora no lo había curado del todo. Iría a su consulta y ella lo arreglaría, como hizo la otra vez. Cuando todos pensaban que no iba a poder salir de la depresión y de su encierro, la psiquiatra lo sanó. Seguro que podría volver a hacerlo.

«Me bajo… me bajo a tomar otra copa…».

«Vete a la cama. Mañana será otro día. Ramick ya habrá cerrado el bar».

«No, seguro que me da tiempo de tomarme la penúltima, estará recogiendo. Cuando empiece con la mediiii… medicación, ya no podré beber más. Tengo que aprovechar ahora».

Trastabillando, se puso una chaqueta, le dijo adiós a su padre y salió al rellano de la escalera. Aunque vivía en un primero, llamó al ascensor.

«Si estás tan seguro de que estás loco y de que no vas a morir, ¿por qué no bajas por las escaleras?».

«Porque llevo una buena tajada, pero no soy idiota. Tampoco hace falta ser temerario: no moriría, pero me puedo partir la nariz… o una pierna, y tampoco es cuestión de llegar a eso».

Los botones del ascensor se movían sobre el tablero, se movían y se duplicaban. Álex tardó un minuto en conseguir pulsar el cero. Sus dedos se empeñaban en bordear las pequeñas placas de plástico, numeradas del menos uno al siete, y acababan apretando los huecos que había entre los botones. Al salir del portal, resbaló en el último escalón y se quedó sentado en el suelo. Rompió a reír.

—Estoy tan contento de estar loco…

«¡Eh! Segunda caída y aún no has muerto».

«Eso se merece una ronda. Voy a invitar a todos los que estén en el pub… Y a Ramick…, a Ramick lo voy a ayudar con su hijo. Sí, es un buen tipo, lo quiero como si fuera mi hermano. Es tan majo…».

«Amor de borracho. Pero tienes razón, siempre se ha portado bien contigo. Y, si está Iván, también deberías echarle un…, ¿cómo se dice?…, ¡un cable, eso es! Préstale los doscientos euros que te pidió».

«¡Claro! El hombre me escucha de verdad cuando le cuento mis problemas…, quizás sea un poco aproooo… vechado, pero yo lo comprendo perfectamente; la vida lo ha tratado mal, como a mí: somos almas gemelas».

—La vida es muy perra —suspiró—, pero vida, al fin y al cabo.

Se levantó manteniendo el equilibrio a duras penas, atravesó la acera y se quedó parado en el bordillo. Desde el otro lado de la calzada, su padre lo miraba; estaba de pie delante de la puerta del bar, descalzo y en calzoncillos. Su rostro abultado no mostraba ninguna expresión; era imposible que lo hiciera, tenía la piel tan tensa que, si hubiera movido algún músculo, tan solo una micra, le habría reventado.

—Te quiero, papá.

En vida jamás le había dicho a su padre que lo quería, pero la frase brotó de su boca con total naturalidad.

«Le estoy diciendo “te quiero” a mi padre muerto, a las cinco de la mañana y totalmente borracho; si esto no es una locura, que baje Dios y lo vea».

Dicho lo cual, cruzó la calle y entró en el bar.

Ramick estaba barriendo el suelo.

—Márchate, no seas pesado —dijo sin apenas levantar la mirada de la escoba.

—Pero si acabo de llegar… Al menos deja que me tome una —replicó Álex.

El camarero seguía concentrado en su tarea, peleándose con las cáscaras de cacahuete que se obcecaban en quedarse pegadas a los parches de licor que había en el suelo.

—Estás muy borracho —continuó Ramick—. Meas y a tu casa. Tenía que haber cerrado hace ya dos horas. ¡Estoy harto!

—Joder, qué borde. ¿Has tenido un mal día?

El hombre no le contestó.

«Pues lo mismo me pienso lo de ayudar a su hijo».

«Sí, se está poniendo un poco tonto…».

Ramick recogía los servilleteros y los cubiletes de madera con forma de barril que usaba para poner los palillos:

—Y que no se te olvide que no me has pagado las últimas tres copas.

—¿Qué últimas tres copas?

En ese instante, Iván salió del baño subiéndose la bragueta mientras dibujaba imperfectas eses sobre el suelo del bar.

—Ya me voy… Y las tres copas te las pago mañana. No te preocupes…

Cuando levantó la cabeza, aún con la mano en la cremallera, la boca de Iván se abrió de par en par; unas gotas de saliva le resbalaron por la comisura. Tardó varios segundos en cerrarla para decir:

—¿Qué hace Álex aquí?

­—¿Qué Álex? —le contestó el camarero.

—Alexis Terry.

—Sí que estás borracho, borracho y gilipollas. El tarado de Alexis Terry murió ayer, supuestamente, de madrugada. —Ramick esperó en vano una respuesta: Iván seguía con la boca abierta, sin decir palabra—. ¿De verdad que no te acuerdas? ¡Joder! Si te lo he contado en cuanto has llegado: que vino el portero y me dijo que se lo había encontrado muerto en su piso, y que estaba tirado junto a la puerta del baño con una copa en la mano. —Iván seguía sin reaccionar, solo era capaz de pestañear como una cupletista, intentando aclarar su visión—. ¡Pero si te has pasado toda la noche brindando por él! —le gritó el camarero exasperado—. No sé para qué me molesto. Ahora mismo no te acordarías ni del nombre de tus hijos.

—Pues, entonces, estoy viendo a un muerto…

—¡Otro como Álex, con las mismas tonterías sobre ver a los muertos! En tus muertos me voy a cagar yo si no te marchas ya. ¡Que son las cinco de la mañana! ¡Fuera de aquí!

Ramick empujó a Iván hasta la salida del pub con toda la amabilidad de la que fue capaz. El borracho permaneció un minuto tambaleándose sobre la acera, farfullando la misma frase una y otra vez:

—He visto un muerto… He visto un muerto… He visto un muerto.

Después, bajó el bordillo de la acera, dio dos pasos, tropezó y un coche se le echó encima. El parachoques impactó directamente contra su cabeza, murió en el acto.

Tres Cantos, 18 de febrero de 2020

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